enero 05, 2006

Elogio del mal cine

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HARTOS DE LOS CINÉFILOS QUEJOSOS que sólo toleran Lola de W.R. Fassbinder, que son capaces de zamparse uno tras otro los doce filmes del último ciclo de cine yugoslavo; de los estilistas de la imagen para los que ese filósofo posmoderno que es Woody Allen resulta previsible y facilón, un grupo de amigos desde hace unos años hemos decidido pragmáticamente dedicarnos a admirar no la calidad sino su ausencia.

La cacocinefilia, como bautizamos al movimiento para parecer elaborados (kakos = malo, en griego, pero otras etimologías son posibles), se reduce a revisar con alegría la cartelera en busca de la peor película que pudiera haber. A diferencia de su contraria, esta pesquisa es siempre fructífera.

Decididos los posibles destinos, uno se provee de canchita, helados o tortees -imbatibles para taponear las caries, sostiene un amigo profesor de Ciencias de la Comunicación, cuya identidad debemos proteger- y se dirige, mejor mal acompañado que solo, a cualquiera de esos simpáticos cines de barrio que exhiben esta cinematografía atroz.

Nuestra afición tiene varias ventajas. ¿Qué amante del buen cine no ha sufrido la tortura que "El Cinematógrafo" inflige a las rodillas de quien está dispuesto a soportar esa vía crucis para disfrutar de la última comedia (?) de un realizador suizo de apellido sobresdrújulo? En cambio, en las folklóricas salas que nos atraen en cualquiera de las funciones, uno puede llegar tarde (o bien al día siguiente), preguntar en voz alta a la sala qué ha pasado hasta entonces, obtener una respuesta más ingeniosa que el filme, hacer amigos (de mayor colorido que los que frecuentan la Filmoteca de Lima), ocupar cómodamente tres o cuatro butacas, modificándolas, quizás, y nutrirse sin vanas preocupaciones por el ruido del papel celofán. Entretanto, se estudia con interés cómo el libretista ha decidido que la heroína se asuste al encontrar en su habitación... ¡un gato! Como es previsible, el asesino está abalanzándose sobre ella por detrás...

Incidentalmente, estos Pierre Menards del séptimo arte parecen estar haciendo todo lo posible para olvidar cien años de cine, por hacer, a fines del siglo XX, cine de fines del XIX, a lo más de la belle époque. Ver estas películas es reencontrarse con los trucos de Meliés, los close ups de D.W. Griffith, las originales historias de Cecil B. De Mille. Sus medios son escasos. Gastan la mitad de su presupuesto en efectos especiales. La otra mitad probablemente en cinta adhesiva y alambre para reparar cámaras, escenarios y utilerías.

A cambio sus soluciones son brillantes. A falta de zooms, cortan y aproximan al actor, con frecuencia olvidando toda angulación. A falta de extras engatusan a tíos y sobrinos. En más de un filme, las calles simplemente están tan despobladas como los bolsillos del productor.

El contacto con un lenguaje cinematográfico ingenuo (naive, burdo, infrahumano, reclaman a gritos nuestros amigos cinéfilos desde sus diversas tiendas) permite aguzar los niveles de lectura para luego ejercerlos frente a Ford Coppola, a Milos Forman. Una de estas habilidades es la de buscar errores o descubrir ciertos trucos ingeniosos. Por ejemplo, ¿cómo hizo Terry Gilliam para pegarle los periódicos a Robert de Niro y sólo a Robert de Niro, en el torbellino final de Brazil?

Respuesta: filmó en reversa. Los papeles son soplados desde De Niro. Los extras caminan impasiblemente (hacia atrás) y un detalle, uno sólo, permite descubrir el truco. ¿Cuál? Es un secreto; pero si hubieran visto Guerreros del futuro en Texas , donde ese error es ejercido con verdadera pericia un abrumador número de veces, señalar el lunar en la cinta de Gilliam sería una labor extremadamente sencilla.

En estos filmes ocurren cosas hermosas. La basteza acaba teniendo claros valores estéticos. En Strikers , el actor que funge de héroe, un mocetón a quien sin duda su previsora madre amamantó con esteroides, luce una brillante y uniforme capa de sudor aun cuando no haga nada (sobre todo en el sentido actoral). Entretanto los villanos, la heroína, los extras y hasta el caballo del héroe están tan frescos y secos como para rodar de inmediato un comercial de desodorante, a pesar de haber finalizado recién un penoso cruce por el desierto.

En otra escena de la misma película, un centinela (bad guy) vigila desde su nido de ametralladoras que, bajo los invernaderos de plástico, los esclavos (good guys) cultiven unas raquíticas verduras. Según se explica, sólo éstas pueden crecer bajo atmósfera controlada en aquella futura tierra radioactiva. Los fundamentos científicos, o la mera lógica de todo ello se nos escapa, en especial si consideramos que el vigía y su armamento están instalados en lo alto de un verde y robustísimo olmo.


En esa joya de la cacocinematografía que es Retroceder nunca, rendirse jamás se alude continuamente a Rocky, filme pasable que, por cierto, todo este cine reconoce como su abuelo. Es natural. Mirando hacia arriba desde el fondo del séptimo arte, se percibe un olimpo homogéneo, tachonado de apellidos italianos igualmente válidos: Antonioni, Fellini, Rossellini, Bertolucci, Stallone.

Nuestros amigos cinéfilos se complacen en recordar las innumerables citas que el buen cine hace a la caída del cochecito por la escalera de Odessa en Acorazado Potemkin. Incluyen las irónicas, como la de la aspiradora en Brazil (y añaden oscuramente: "Gilliam siempre reemplaza niños por electrodomésticos") o las literales, como la de Los Intocables ("Cochecito cayendo por escalera. ¡Acción!").

En el submundo de la cartelera limeña, en la fascinante persecución de la peor película que exista, hemos hallado que aludir a Stallone es una notable realización intelectual, y que es, en efecto, una aproximación al buen cine. Las películas cuyo presupuesto no sube de cien mil dólares son citadas por las de ciencuenta mil, que a su vez resultan aludidas con entusiasmo por las de veinte mil.

En cierta ocasión memorable, encontramos una película tan mala que podríamos haberla hecho nosotros con nuestros ahorros. En este nivel, los realizadores viven en una suerte de sótano intelectual, y acaban aludiéndose entre sí.

En una cartelera que nunca es ni será pobre, resulta emocionante perseguir esas torpezas, esos ángulos de cámara repetidos, reconocer a esos actores que embadurnados en vaselina, eventualmente dejan de ser anónimos.

Los cinéfilos ignoran cuánto deben un Fassbinder, un Oshima a películas como Retroceder nunca, rendirse jamás III (que, por cierto, era muy inferior a la primera). Será necesario admitir que el mal cine es el primer paso del camino al bueno: sin enanos no habría gigantes.


Enrique Prochazka.

En "UN AÑO CON TRECE LUNAS, el cine visto por los poetas peruanos", de Oscar Limache. Colmillo Blanco, colección de Arena, Lima, diciembre de 1995.

3 comentarios:

cesar dijo...

este post es cortesía de mi amiga carolina, quien transcribió el artículo para mí hace algún tiempo.

Anónimo dijo...

Je, jugoso y cachaciento comentario, solo faltaba una mención al inefable Zegarra (tan malo, que se vuelve un placer culposo ver sus películas)

Anónimo dijo...

Esta es una de esas joyas a las que uno llega de pura casualidad. En mi caso, no tanto, porque ando en busca de todo tipo de información acerca de ese escritor limeño mundialmente desconocido que es Prochazka. Genial, simplemente, este texto cinéfilo.

Sin pretenderlo, espero –porque esas cosas salen o no salen, pero no llegan ‘delivery’, o sea, por encargo-, zampa cada tanto un par de líneas antológicas:

"La cacocinefilia, como bautizamos al movimiento para parecer elaborados [...], se reduce a revisar con alegría la cartelera en busca de la peor película que pudiera haber. A diferencia de su contraria, esta pesquisa es siempre fructífera."

O el mismo final de los gigantes deudores de los enanos.

Gracias a esta bitácora. Palabra demasiado corta, pero no infalible, en este caso.

http://hjorgev.wordpress.com/