junio 05, 2006



Haiku-review: las próximas reseñas que se publiquen aquí serán minúsculas. Hay cierto fastidio en el rostro de Scarlett Johansson. Resulta condenadamente difícil hablar de rostros. Tal vez “fastidio” no sea la palabra adecuada, pero de cualquier forma su atractivo —porque Johansson es irremediablemente, involuntariamente atractiva— reside en el sutil desdén que su mirada, a veces vacía, transmite a la cámara. Salvo mejor parecer. Johansson tenía dieciocho años cuando protagonizó este filme, que la presenta ante nosotros con la cara lavada y los ojos oscilando entre la insolencia y la ofuscación: durante los cien minutos que dura “La joven de la perla” (“La joven del arete de perla” es la traducción exacta, y ese es también el nombre del famoso cuadro de Vermeer que da origen al filme) esta actriz estadounidense será el centro de la película. Su rostro, para ser precisos, será el centro de la película.

Holanda, 1665. Los artistas dependen de los mecenas para no morir de hambre. Hay una nueva sirvienta en la casa del pintor Johannes Vermeer y el filme es el recuento de sus días allí... La película está completamente contenida, y en ese sentido se encuentra más cerca de una producción Merchant-Ivory que cualquier cosa que hayamos tenido en cartelera desde hace tiempo. De hecho, el score de Alexandre Desplat (a quien escucháramos en la extraordinaria “Syriana”) se me hace similar en su acercamiento, en su construcción de pequeñas tensiones, al que Richard Robbins compuso para “Lo que queda del día”: el ritmo circular, las cuerdas insinuando los sentimientos de los protagonistas, etcétera. Y la fotografía de Eduardo Serra es detallosa, e incluso “artística”, pero esta opción se encuentra lejos del disfuerzo: yo diría que es una decisión lógica en un filme que cuenta la historia de un cuadro famoso. La historia ficcional, ojo. Abrir una ventana y dejar que entre la luz... eso es un acontecimiento en el universo de este filme.



“Contenida”, escribí hace un instante. Porque las emociones no son reveladas nunca. Como todo filme contenido “La joven de la perla” es afiladamente sensorial: además de la palpable tensión sexual que aparece entre esta sirvienta y el pintor (o sea, el artista... y quizás el filme resbala al presentarnos a un Vermeer ajustado a la idea moderna de lo que un “artista” debe ser: incomunicativo, arisco, despeinado: cliché, cliché, cliché) el filme establece como uno de sus motivos el acto de observar. Vermeer logrará, lentamente, que esta muchacha asome a ver el mundo como él lo hace. “¿De qué color son las nubes?” le pregunta en una escena deslumbrante, y entonces ella asomará la cabeza por la ventana. No, no son blancas. El director nos regala un plano del cielo con todos sus colores y los espectadores en nuestras butacas, por un instante, somos testigos de algo. En otro momento dos manos apenas se rozan, solo un segundo, y el momento es tan importante que el director decide subrayarlo utilizando un plano detalle. El acto de observar.

La reseña de Elvis Mitchell, que desde el New York Times describe al filme como un “serio, obvio melodrama sin alma, lleno con los silencios que vienen luego de un suspiro” me parece desde luego injusta.

“La joven de la perla”, basada en la novela de Tracy Chevalier, juega con el what if y decide que Johannes Vermeer, aquel pintor tan estimado por los holandeses, utilizó como modelo para uno de sus cuadros más famosos —“la Mona Lisa holandesa”, le llaman— a una sirvienta... En mi opinión, sin embargo, los dos grandes eventos del filme tienen poco que ver con esta historia central. Tienen que ver con el secreto. Todas las películas necesitan de secretos. Griet, la sirvienta interpretada por Johansson, es cortejada con vehemencia por el hijo del carnicero: su rostro de muchacha sin esperanzas, hasta este punto del filme sellado, temeroso por momentos, nos será mostrado bajo una luz distinta por primera vez. El muchacho le pide que sonría. Ella se resiste al principio. Pero cuando finalmente lo hace, cuando despliega humildemente sus labios el filme cambia de tono, se ahonda, y entonces hace su aparición la música... “La joven de la perla” es una película hecha, intencionalmente, en clave baja.

El otro gran evento de este filme está relacionado, también, con un secreto. Es inevitable hablar en términos fetichistas de una película fetichista, me temo, porque estoy refiriéndome al pelo de esta sirvienta. Cubierto por una cofia durante al menos la primera hora de la narración, invisible al espectador, se convierte en uno de los imanes del filme. El hijo del carnicero (Cillian Murphy, por cierto) le pregunta a esta sirvienta, mientras va paseando a su lado entre los árboles: “¿de qué color es tu cabello?” y ella se niega a mostrárselo. Se niega incluso a ser tocada... Una buena narración establece siempre puntos de intriga —yo prefiero llamarlos “de expectativa”— y es delicioso encontrarse con una película que puede girar, en algún momento, en torno a un secreto tan trivial y tan importante como este: de qué color es tu cabello. Eventualmente los espectadores descubrimos el secreto, y aunque se trata de una revelación hermosa, creo que mucho más hermoso hubiera sido no tener ninguna revelación. Hay cosas que deberían permanecer ocultas al espectador.

Pintar a. Escribir sobre. Hacer una película con. El arte es en buena medida un intento por aprehender algo, y las pinturas los libros las películas son fetiches... Cuando el pintor de esta historia (Colin Firth) finalmente logra estar a solas con el objeto de su deseo, para pintarlo —para controlarlo— la película empieza a moverse, delicadamente, en el registro erótico. El primer plano del rostro de Scarlett Johansson mientras su amo le da indicaciones (“abre la boca”, “humedece tus labios”) es tal vez una de las escenas más sugerentes de una película que tiene en la sugerencia a una de sus virtudes más grandes. “La joven de la perla” es una excepción muy bella dentro de una cartelera muy horrible: es necesario ir a verla, antes de que la saquen.

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