junio 05, 2006


Dichas todas estas cosas importantes, detengámonos en “Un papá con pocas pulgas”... Sabes, Romy, yo fui a ver esta película hace un par de semanas, un poco por obligación. Necesitaba comentar algún filme al día siguiente y no me daba el tiempo para ver “Plan perfecto”. O sea que entré a la sala de cine en medio de una larga cola de personas que no tendrían más de un metro veinte de estatura: y si uno tiene puesta la cabeza tan abajo, las salas de cine deben parecer mucho más grandes de lo que son. ¿Puedes sentir la palabra “descomunal”? Así debía de ser para algunos de estos individuos la sala de cine (¿recuerdas la primera vez que fuiste al cine?) mientras caminaban en la penumbra, con el brazo en alto, porque alguien más grande que ellos los conducía de la mano (¿recuerdas esa época, cuando te llevaban de la mano a lugares que no conocías?) hasta las butacas que ellos mismos iban escogiendo, donde se acomodaban graciosamente, arrodillándose, o de repente alzando un poco el cuello. Y después de la publicidad y todas esas cosas inútiles empezó la película. Te lo diré de este modo: yo no trataría de convencer a nadie de ir a ver esta cinta —de hecho, me parece fallida por tres de sus cuatro costados, o patas— y sin embargo cuánto me alegré de haber ido a verla. Es una película que no le hace daño a nadie. Podría ver cualquier día un filme como este, que no quiere venderte ningún artículo de merchandising, y que encima tiene a una serpiente en el bando de los buenos, en vez de algo como “La era del hielo 2”. Había niños y niñas con la boca abierta, con las pupilas dilatadas al final de la película, y sus cabezas asomaban entre las butacas al correr los créditos. Quizás no rieron mucho durante la proyección, pero yo creo que existe una distancia larga entre una película como esta y la mayoría de productos que asoman a nuestra cartelera infantil. “Un papá con pocas pulgas” está limpia de cinismo.

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