Dirigida por: Sylvain Chomet
Calificación: tres estrellitas
Observe un instante el fotograma que tiene aquí arriba, estimado cinéfilo. Observe esos ojos. ¿Le recuerdan algo? ¿A usted mismo, quizás, cuando era más pequeño y se encerraba en su cuarto a pensar cosas? ¿Tenía usted un perro también?
Perfecto. Ahora, como siguiente ejercicio, le pediré que considere el fotograma de abajo.
El de la derecha es usted, veinte años después. La misma mirada, el mismo silencio. Usted se ha convertido en ciclista, de ahí la postura. De ahí las piernas superdesarrolladas y los brazos delgadísimos como cables eléctricos. Montar bicicleta es lo único que usted sabe hacer, lo único que desea hacer usted en la vida. El señor de la izquierda, como adivinará, no lo quiere mucho a usted. Va a secuestrarlo. La forma de su cuerpo —envuelto en un traje negro— es rectangular, desde luego. Como los roperos.
Ya. Un último fotograma, estimado cinéfilo: obsérvelo un instante. Mire esos ojos.
Esta señora es Madame Souza, su abuela, y en su mirada están todas las respuestas. Es ella quien le compró la primera bicicleta, hace tiempo ya. Usted ha vivido siempre a su lado y no necesita abrir la boca para hablarle: ustedes dos conversan con los ojos. Y cuando lo secuestren, será ella quien emprenderá un largo viaje para rescatarlo.
Dicho todo esto, ¿le extrañará a usted, estimado cinéfilo, saber que “Las trillizas de Belleville” es una película casi muda? ¿Francesa, encima? ¿Que se trata de uno de los mejores estrenos del año? ¿Que los dibujos tienen un trazo atípico y que la música juega un papel protagónico? ¿Que probablemente este filme de corte surrealista aburra a un niño de seis años pero que fascinará a un chico de dieciséis, o a usted mismo que ahora tiene cuarenta y seis?
Diré algo más: si a usted le gustó “The wall”, vaya a ver esta película. Si a usted le gustó “El viaje de Chihiro”, estrenada el 2003 en Lima, vaya a ver esta película. Si usted es de las personas que pueden quedarse una hora mirando las hormigas en el jardín, imaginando cómo serán sus vidas o qué cosas sueñan, vaya a ver esta película.
Sí. Este filme es muy extraño y muy bello. Viéndolo, uno recuerda por qué se inventaron los dibujos animados: para crear nuevos mundos que los espectadores puedan poblar. Y es que hay instantes en esta película en los que uno tiene la sensación de estar presenciando una realidad paralela, autosuficiente, donde la física o las proporciones apenas se aplican. Es más: juro que por un instante —un instante pequeño— esta película dejó de ser una película frente a mis ojos.
Con varias referencias a la comedia francesa (el gran Jacques Tati, por ejemplo), a los dibujos animados de los años 30 —Max Fleisher y su Betty Boop— y con una fijación obvia por la plasticidad de la imagen y el humor absurdo, “Las trillizas de Belleville” apenas tiene defectos. El más serio consiste en terminar de una manera obvia: con una persecusión. Por algún motivo lo encuentro fácil, más aún en una película tan original como esta. El otro es su duración: con 80 minutos de metraje la película se hace demasiado corta. Yo hubiera querido que durara cuatro horas y media, más o menos.
Por cierto, estas son las trillizas del título. Son estrellas del espectáculo. Comen ranas para la cena, y las consiguen arrojando granadas de mano a un lago. El número musical que ellas ejecutan con la abuela de nuestro protagonista —la abuela de usted, estimado cinéfilo— es digno de aparecer en cualquier antología de la animación de todos los tiempos. Instrumentos utilizados para dicho número musical: refrigeradora, periódico, aspiradora, llanta de bicicleta. Abajo la realidad. Que viva el cine.